Por Quino Moreno
EL CELLER DE CAN ROCA es el mejor restaurante de cuantos conozco. Y son muchos los adjetivos, para describir un lugar mágico donde la cocina, la bodega y la sala se integran en un todo armonioso, perfecto, en el que no cabe el más mínimo fallo. En Can Roca no hay lugar para la improvisación, todo parte de un trabajo meticuloso e impecable, de una reflexión profunda e inteligente, de una pasión admirable, de la implicación absoluta de una familia que vive de y para hacer felices a los demás. Los hermanos Roca, Joan, Pitu, Jordi, cada uno en lo suyo pero trabajando en equipo, son en ese sentido los mejores. Lo son en lo profesional, pero sobre todo lo son a la hora de afrontar el merecido éxito del que disfrutan. Y eso me parece lo más difícil y lo más importante.
Asumir el triunfo desde la humildad y la modestia, casi disculpándose de que todo les vaya tan bien, es algo que practican muy pocos de sus colegas. Mucho tienen que ver en ello sus padres y la formación humana que les han dado, y mucho tiene que ver el esfuerzo que les ha costado llegar a la cima. A todos esos, y son muchos, a los que cualquier medallita (léase estrellita, solecito o lo que prefieran) les sirve para adoptar actitudes de autosuficiencia, de mirar a los demás por encima del hombro, de creerse los reyes del mambo, el ejemplo que dan los hermanos Roca debería hacerles reflexionar. Por eso, cada vez que paso por Gerona para comer en El Celler crece mi admiración por esta familia y por el trabajo ejemplar que desarrolla. Dicho lo cual, reitero que me voy quedando sin palabras para describir la que fue mi comida de ayer en su casa. En El Celler ya no hay carta. Sólo dos menús a 125 y 155 euros respectivamente.
El más largo y actual es el Festival (155 euros, nueve platos y dos postres), en el que los platos se acercan a la perfección. Joan Roca demuestra en cada uno de ellos su enorme técnica, su conocimiento, su inteligencia, su capacidad para lograr la armonía en cada elaboración. Platos elegantes, equilibrados, en los que la estética tiene un papel importante porque también se come con los ojos pero el sabor es el protagonista principal. Cocina moderna de inspiración clásica que no agobia, que anima a seguir comiendo porque además de sabrosa es ligera, porque todos los ingredientes tienen un sentido en el conjunto, porque cada cosa sabe a lo que tiene que saber. Platos además que se entienden por sí solos, que no necesitan de prolijas explicaciones, ni de libro de instrucciones. Y todo en perfecta sintonía con un equipo de sala que es ejemplo de amabilidad, de eficacia y de discreción. Y con una bodega espectacular de la que salen verdaderas joyas enológicas recolectadas con mimo y paciencia por Pitu Roca para ofrecérselas al comensal en una invitación al disfrute más completo.
Una cocina que es local y mediterránea y que a la vez se abre al mundo. Precisamente, una de las cosas que más me han gustado ha sido la declaración de principios con que se abre el menú. Lo primero que llega a la mesa es una serie de cinco pequeños bocados que se agrupan bajo el nombre "Comerse el mundo". Minidelicias que se elaboran a partir de productos y recetas de cinco diferentes países (México, Perú, Líbano, Marruecos y Corea), que son los últimos que han visitado los hermanos Roca y de los que se han quedado con lo mejor de sus cocinas. Además de estar buenísimos, estos bocaditos quieren expresar que hay un mundo global además del mundo local, un mensaje claro contra el fundamentalismo localista. No se trata de renunciar a lo propio, a lo del entorno. Pero tampoco hay que cerrarse a lo que llega de fuera. En cualquier caso, cada cocinero tiene su mundo próximo, aquel que le ha marcado y en el que se desenvuelve. Por eso, inmediatamente detrás de los minibocaditos llega a la mesa un clásico, el olivo del que cuelgan aceitunas caramelizadas. Otro mensaje claro de los Roca: no nos cerramos a lo de fuera pero nosotros estamos influenciados por el Mediterráneo.
Y a partir de ahí, el menú, que se abre con una sucesión de pequeñas tapas para comer con la mano, la mayoría de ellas ya conocidas desde hace algunos años (¿quién dice que el menú haya que renovarlo al cien por cien cada temporada?) como el bombón de Campari, el brioche de trufa blanca, el bombón de setas, los calamares a la romana o la tortilla de calabacín con su intenso sabor vegetal. Luego dos ensaladas bien diferentes. Primero el frescor y la intensidad de la ensalada verde que se basa fundamentalmente en el pepino líquido, la lima, el aguacate y el aceite de oliva, pero a la que se incorporan también en perfecta armonía melón, acedera, sisho verde, estragón rúcula, oxalis, y eucalipto, además de un sorbete de aceitunas. Como contrapunto, la ensalada de otoño, en la que se combinan perfectamente productos de esta época: calabaza, boniato, membrillo, caqui, mandarina, boletus y un destilado de tierra, sobre tierras de boletus, pipas de calabaza y nueces. Recuerdos de los campos otoñales.
Entramos en una sucesión de platazos, entre los que resulta difícil decantarse. Si la velouté de erizos a la brasa resulta una espectacular conjunción de sabores marinos y de fuego, la ostra al palo cortado con ajo blanco y negro es excepcional. Una ostra cortada en dos trozos, cada uno sobre un fondo diferente: el primero, blanco, una crema de ostras; el segundo, negro, a base de ajo negro japonés y sésamo. Frío uno, caliente el otro. Para unirlo todo, unas bolitas de ajoblanco andaluz. De los platos de gamba de El Celler poco hay que decir. El de este año presenta dos piezas de Palamós a la brasa acompañadas con arena de las mismas gambas, rocas de tinta de calamar y cebolla, jugo de sus cabezas y las patas fritas. Sin comentarios. Aún hay sitio en nuestro menú, obviamente más largo de lo habitual, para otros tres platos marinos. Uno, bacalao en brandada con un estofado de sus tripas y el perfecto contrapunto vegetal de unas escalonias con miel, tomillo y ají. Otro, un salmonete excepcional, cocinado a baja temperatura y relleno de un paté de su hígado, con un suquet intensísimo. El contraste entre el pescado poco hecho, apenas un toque, y el guiso de laboriosa preparación. El cromatismo que hay en la mayoría de los platos lo aportan en este caso unos pequeños ñoquis de colores: hierbas anisadas, perifollo, hinojo y eneldo. Pero el mejor de toda esta serie es el lenguado meuniere a la brasa. Matrícula de honor. La evolución de la cocina clásica llevada a su punto más alto. El lenguado en su justo punto va sobre un velo de leche que se parece muchísimo a su propia piel, con limón y alcaparras. Aparecen así los toques lácteos y cítricos de una genuina meuniere. Al lado, la piel del pescado frita con unos ligeros toques cítricos.